Confesiones, alcohol y adicciones de fin de verano

Siempre me he preguntado cuánto en verdad retenemos de una conversación. Yo soy de esas personas que puede pasarse hablando con alguien durante horas, saltando de un tema a otro, de lo más profundo a lo más superfluo, esquivando los temas importantes tratándolos como los más intrascendentes, y por eso muchas veces, acabo sin saber muy bien lo que he dicho, lo que se ha dicho, o lo que se ha dejado de decir. La conversación la escuchamos entera, la racionalizamos entera, pero algunas partes entran directamente en el subconsciente, y se quedan ahí. Las conocemos, pero sin recordarlas.

El final del verano es una época muy propicia para estos momentos, el comienzo del curso, las despedidas, los regresos, las caras que no sabías cuánto echabas de menos hasta que vuelves a verlas, los nervios absurdos, la lógica ilógica del plan que se va al traste a mitad de la velada, porque decides dejarte llevar, y muchos pequeños grandes momentos, suelen ocurrir en esta época del año. Hace calor, por lo menos aquí y ahora, y nos escondemos para salir sólo cuando el sol ya está bajo, cuando sopla un aire que mata el calor, y con la noche no sólo se puede hablar sin asfixiarte, no sólo abren los lugares más atrayentes y pintorescos de la ciudad, sino que nosotros también nos liberamos, nos relajamos, y tanto con ayuda de un par de cervezas bien frías como sin ellas, nos lanzamos al ofensivo (porque de inofensivo no tiene nada) mundo de la palabra, de los reproches, de las ideas, del cariño, y de los recuerdos que se están formando minuto a minuto.

Por eso me encanta el final del verano, especialmente éste alargado que tenemos por las ciudades mediterráneas, que supongo que deja un sabor agridulce en el que se tiene que volver a su Madrid, pero de la misma manera es como un caramelo para los que volvemos después de tanto tiempo… un regalo, una adicción que sólo en ocasiones es peligrosa, una epifanía que hace que, en un segundo, te des cuenta de muchas cosas.